Los astroseres de Raquel Forner, 1968-1987.

El libro que Guillermo Whitelow dedicó a nuestra artista en 1980 incluye análisis de sus cuadros espaciales y cósmicos, que son aún el mejor estudio disponible acerca de esa última etapa del gran estilo de Raquel. Probablemente haya llegado el momento de ensayar una aproximación nueva, pensada no para superar el abordaje de Whitelow, sino para yuxtaponerse a él y dar cuenta de la dimensión iconológica del corpus pintado por Forner en los veinte años apuntados. Semejante propósito implica desvelar algunos lazos entre esas piezas y otras imágenes coetáneas -producidas en el horizonte más amplio posible de las artes visuales-, con el objeto de trazar una constelación de objetos estéticos del período que enriquezcan nuestro conocimiento histórico de la era espacial, hoy remota e incluso ajena para la mayoría de los jóvenes, pero vivida con tanta intensidad por quienes fuimos jóvenes en aquellos tiempos. Parece probable que una operación, como la que aquí se propone, no hubiera complacido demasiado a la propia Raquel, transportada por el ansia de comunicación personal e inédita que ella misma confesó siempre.En el libro escrito por Whitelow, aparece esta declaración de la artista, disparada por las preguntas acerca de sus astroseres: “Siempre traté de dar en mis cuadros algo más que una intención plástica. Hasta algunas de mis naturalezas muertas quisieron reflejar, en los elementos con que las componía, un sentido cósmico […] Siempre hay algo en mí que necesito expresar. La pintura para mí es un lenguaje. Mi lenguaje. Los elementos plásticos me sirven para crear sobre las telas los dramas interiores necesitados de expresión.” Pero, para intentar audacias a contrapelo de los ideales de los creadores, nos hemos abierto paso en este mundo los críticos y los historiadores del arte. Elijo cuatro obras y esbozo los itinerarios iconológicos a construir:

Lunautas-Homenaje, 1969. El cuadro es una celebración de la aventura de la Apolo VIII, el viaje de 1968 en que tres hombres llegaron hasta la órbita de la Luna, dieron una vuelta a su alrededor sin descender y afinaron las técnicas para el alunizaje, que se produciría con la excursión de la Apolo XI, poco tiempo después de que Raquel pintase esta tela. Si bien la artista tuvo en cuenta las fotos captadas durante la expedición de Frank Borman y sus compañeros (por ejemplo, la primera foto de la Tierra en el momento de asomar tras el horizonte de la Luna), las fuentes de las imágenes de aquellos navegantes lunares proceden más bien de las experiencias plásticas de las vanguardias del siglo XX. Tras la organización formal de las cabezas -perfil y frente de la cara vistos al mismo tiempo y entrelazados de modo que, por ejemplo, una nariz de perfil se combina con un ojo frontal mientras en las bocas resulta difícil separar los puntos de vista- , se transparentan fórmulas del Picasso de los ’30 y del primer Brancusi. Tal asociación ha sido clara y explícita desde que circularon los textos de Whitelow, antes o después del libro miliar. Los colores intensos, complementarios y armónicos, que se separan de los grises circundantes para simbolizar progresiones emocionales, están emparentados con los hallazgos del Grupo Cobra (Karel Appel o Pierre Alechinsky sobre todo) y la obra de Willi Baumeister quien, entre otros paralelos con la pintura de Forner, mandó a la Bienal de San Pablo de 1951 el cuadro Gesto cósmico que le valió el gran premio. En el caso de Raquel, el devenir emocional que sus personajes sugieren transcurre del no ver, del abrir los ojos curiosos, del asombro aún dominado por la gama gris, hacia una eclosión cromática viva que postula el renacimiento de la esperanza para una humanidad todavía enceguecida por las miserias de las guerras de los años ’30-’40 (Sabemos bien hasta qué extremos Forner había llevado el papel del arte como hacedor de testimonios de las destrucciones del siglo XX). José Emilio Burucúa